lunes, 6 de julio de 2015

La anarquía como palabra



Al comienzo de los tiempos, el Cosmos estaba infinitamente caliente: polvo, estrellas, oleajes de gravedad y explosiones animaban el cielo iluminado, aún carente de oscuridad. Durante ese primer período, las fusiones nucleares cocinaron nuevos elementos: las compactas partículas de hidrógeno y helio dieron paso a otras partículas más complejas, como el hierro, el calcio o el carbono. Sin embargo, poco a poco, aquel calor primordial se fue diluyendo, deteniendo ese acelerado proceso de expansión. La eclosión se detuvo. La energía cósmica se distribuyó entre las luces y la oscuridad. Pese a esto, la expansión, mediante choques que cohesionan los elementos, continuó empujando la muralla del infinito, como si se tratara del fruto de aquella diminuta eclosión cósmica.
En dicho entramado de expansión estamos nosotros, instalados en una determinada posición en relación al centro del Cosmos, aún caliente y demasiado violento para nuestra vida, y a los confines del espacio, fríos y oscuros. Este lugar nuestro es una zona vital dentro del espacio sideral, donde es posible este extraño acontecimiento que constituye nuestra existencia.
Lejos de los primeros colapsos estelares, el cielo se nos hace inconmensurable, pese a que antes fue más pequeño que la punta de un alfiler. El espacio, así, se llena de formas que, de un modo u otro, representan ese instante primero del cual todo procede, como si fueran difusos reflejos de una misma luz. Es ese trazo que va desde el microcosmos al macrocosmos, donde la semilla se asemeja a un universo en expansión, avanzando desde lo infinitamente diminuto hacia lo infinitamente inmenso de una flor, que luego muere para alimentar la tierra donde todo vuelve a vivir, en un infinito proceso de reproducción. Toda la historia cósmica se haya, quizás, en la vida de una planta. El Universo, carente de propósitos, lentamente muere. Su energía alimentará, quién sabe, a otros Universos por nacer.
Perdidos entre infinitos, nos hayamos lejos de la verdad, del conocimiento absoluto. Allí reside la idea anarquista, grito que enuncia que nunca nadie dirá la última palabra. Manuel Gonzáles Prada, viejo anarquista del Perú, canta en su poema Los átomos: «Lo pequeño, lo invisible, tiene acaso la palabra del supremo enigma: quizá los átomos saben lo que los hombres ignoran». El mismo Mijaíl Bakunin articuló sus ideas como un modo de construcción del conocimiento y de situarse uno mismo en sus capacidades y límites. En Dios y el Estado, lo explica según elmovimiento progresivo que parte en el mundo inorgánico y avanza hacia el mundo orgánico o vegetal, luego animal y, posteriormente, humano: «de la materia química o del ser químico a la materia viva o al ser vivo, y del ser vivo al ser pensante». ¿Cabría pensar que hay otros estadios más allá de lo humano, del ser pensante? ¿Podemos imaginar hacia dónde va este movimiento progresivo, reconocimiento que no somos el punto más avanzando del Universo? Así como no sabremos nunca la verdad del átomo, situada en ese pequeño infinito, ni tampoco conoceremos las verdades que conforman la esfera del inmenso infinito que constituye el cielo. Solo sabemos que nos hayamos aquí y que no nuestro fundamento no está en el cielo, que no proceden nuestras verdades de una idea divina y que no emana la vida desde un dios creador. «El universo es eterno», escribe Bakunin, «pero siendo eterno no ha sido creado y no hubo nunca un dios creador». Y Rafael Barret, observando al cometa Halley, concluyó: «No: el cielo no se ocupa de la tierra; somos nosotros los que nos ocupamos del cielo.»
Desde lo inorgánico, la anarquía hunde sus raíces en la madre común que nos hace a todos hermanos, en tanto todas y todos estamos compuestos por la misma materia. En el entramado del infinito, la anarquía es una posibilidad, cuyo fundamento es la armonía. Y la anarquía, precisamente, es una idea que nace en el sistema solar: Bakunin, según anota en sus Consideraciones filosóficas, suponía que el sistema solar estaba en armonía con el resto Universo, ya que «si esa armonía no existiese, sería necesario establecerla o perecería todo nuestro sistema».
De tal forma, ante el deterioro social y los peligros que corre la humanidad de perecer, la anarquía pone en cuestión la dominación y la servidumbre. Autoridad y sumisión reflejan desorden: los elementos que conforman a la comunidad están separados (política y sociedad, específicamente), disueltos en un caótico líquido de depresión, trabajo y apatía. El Estado, representante de la división, va más allá de la institución: él supone que toda relación social debe ser mediada por la autoridad. Esto, en otros términos, significa que el concepto de jerarquía y dominio se introduce en nuestras vidas para sostener su reproducción en todos los ámbitos de la vida, tanto privada como social. No obstante, en cuanto nos encontramos entre múltiples infinitos, el estado de servidumbre no puede ser la única fórmula para una sociedad como la nuestra. «La tierra es inagotable», divagaba Bakunin, «por restringido que sea, en relación al universo, nuestro globo es aún un mundo infinito». La dominación y la servidumbre, en este sentido, es una de las tantas formas que una sociedad puede tomar – la sociedad, en tanto es anterior a la humanidad, puede funcionar de infinitas formas: abejas y hormigas representan muy bien lo qué es una sociedad en armonía, en tanto sus arcaicas estructuras no perecen por sí solas.
Ese movimiento progresivo que se inicia en lo inorgánico no puede constituir un determinismo histórico: ni siquiera las órbitas de los astros están condenados a la misma eclíptica; a cada instante están mudando sus distancias. Uno podría imaginar una sociedad anarquista en este mismo instante, o proyectar una idea de ella en 300 o 500 años más. Incluso, quién sabe, está ocurriendo en otros mundos, o ya ha ocurrido miles de veces. Por eso las ideas anarquistas se sustentan en la práctica, en tanto su posibilidad siempre es un acto presente. Es, por decirlo de otro modo, una dinámica: el lógos de la anarquía es el movimiento.
Esto explica la cercanía de las ideas anarquistas con el desarrollo del lenguaje: periódicos, libros, cantos, carteles, poesías, discursos, diálogos, foros, por nombrar algunas dimensiones de la palabra, han florecido en su seno, y no dejan de hacerlo. La palabra, ese infinito mundo que nació de los sonidos más sencillos del habla, nos hacen humanos y arman puentes que bien pueden unirnos como separarnos. Esto, sin duda, constituyó una de las primeras tareas de la propaganda anarquista, siglos atrás: reconocer que el analfabetismo era la cuna de la explotación y que la multiplicación de periódicos y lecturas comunitarias podía combatir las distancias sociales. Nada, en todo caso, muy lejos de nuestra sociedad, cuya división no sólo se encuentra en lo económico, sino también en el manejo de palabras que cada estamento utiliza cotidianamente.
Sin embargo, la palabra misma está sujeta a los movimientos progresivos que definen al Cosmos, inmersa en el entramado de lo mutable. ¿Hacia dónde va nuestro lenguaje? Herbert Read presagiaba el advenimiento del hombre electrónico, fruto de la crecimiento tecnológico sin restricciones y expuesto a un devenir social que día a día crea instrumentos de autodestrucción, que bien podría olvidarse de leer. Aun así, la palabra sigue siendo el vínculo de la revelación y de la acción de las cosas. Trabaja con la imaginación, que es otro universo infinito, inventando utopías y dando sentido a nuestros pasos. La cultura libertaria, que existe y vive en nuestro inagotable planeta, enuncia la palabra anarquía en todos los aspectos de nuestra vida: amor, política, amistad, economía se proyectan desde la posibilidad de una vida libre y alegre, sin amos ni detentores del saber, sin, ni siquiera, medir el tiempo como lo sugieren los calendarios religiosos.
Pero nos queda una pregunta: aquel grito que enunció la palabra anarquía, ¿está aún en sus primeros años de expansión y enriquecimiento? ¿En qué momento se encuentra el sonido de aquellas voces respecto a lo que Élisée Reclus definió como la música de las cosas?
Diego Mellado
Publicado en Cultura Libertaria núm.1


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