domingo, 3 de enero de 2016

TRAGEDIA DEL CAMPO ANDALUZ




        Vano empeño es el de los fascistas españoles que se esfuerzan por ahogar el clamor de los trabajadores hambrientos Pretenden dar la sensación que en nuestro país vive la clase laboriosa con la misma holgura económica que los productores de cualquier otro país de Europa.
        Pese a la dictadura que sufre el pueblo, a la censura que emplean las autoridades del régimen siempre escapa algún mensaje, personal o escrito, que nos informa de la trágica situación que están pasando  los trabajadores españoles, sobre todo los campesinos andaluces.
        Lo que vamos a narrar es fiel reflejo de la miseria general que sufre toda España, pero más concretamente en un pueblecito andaluz, cuyo nombre silenciamos para evitar que los secuaces del fascismo reinante puedan sospechar o coger la pista de nuestro informador.        Este pueblecito, como todos los demás, está sometido al hambre, y a la tiranía impuesta por el régimen. Los trabajadores, faltos de ocupación, pasan un periodo de terrible necesidad. Su desespero les hace pensar en que nunca va a tener fin tan dura época.
Los burgueses, propietarios de las tierras, junto con el cura, el jefe de la guardia civil y algunos remunerados falangistas, hacen bloque para regodearse con el sufrimiento de los desheredados de la fortuna.
        En los meses de invierno cuando escasea el trabajo, y la penuria se cierne sobre los hogares humildes.
        A unos cinco kilómetros del pueblo existe un bosque de encinas. Antes que dejarse morir de hambre, Se decidió Ignacio, unos de los mejores trabajadores de dicho lugar, a ir a coger bellotas para venderlas y comprar algún pan a su numerosa prole. Para ello, saltó de la cama a buena hora; vistiéndose sin hacer ruido, para no despertar a los niños que, tranquilos e inocentes, dormían.
        Salió con bastante sigilo de la casa. Ni a su mujer le dijo lo que pensaba hacer. Hacía frío, se metió la gorra hasta cubrir las orejas; se levantó el cuello de la raída pelliza que cubría su cuerpo, y apretó el paso. Tenía ansias de llegar al bosque antes de que empezaran a moverse los guardas y ganaderos, única manera de lograr su propósito.
        Llegado, fue al sitio de destino: echo una mirada a su alrededor para cerciorarse de que nadie le había visto. Deslío el saco que llevaba en la cintura, y empezó a llenarlo de bellotas.
        Trabajaba de forma precipitada, nervioso, ¡hasta con la vista quería llenar el saco! En salir airoso de tan amargo transe, consistía el pan de sus hijos. Todos los más leves ruidos le espantaban. El crujir de alguna ramita seca que se desprendía del árbol, el aleteo de cualquier avecilla, le hacía estremecerse. Sobreponiéndose, dominando sus nervios, continuaba llenando el saco, afanándose por terminar pronto.
         Empezó a despejarse el nuevo día. El sol, queriendo salir, hacía brillar con sus reflejos la copa de los árboles. El ganado que estaba en montanera se rebullía, salía de las camas para correr por el inmenso bosque Los pájaros se desentumecían volando de un sitio a otro, cazando algún insecto.
         Cuando la naturaleza en pleno daba señales de vida, sintió Ignacio un ruido brusco de pisadas de animal. Sin tener tiempo para ocultarse, se le echo encima un guarda que, subido en un brioso caballo, daba la vuelta  a la extensa propiedad, quien, encañonándole con la tercerola, le obligo a darse preso.
        Este guardián de derecho de propiedad, como casi todos los que ejercen semejante profesión, es insensible al dolor y a la necesidad de los trabajadores, Anteponía su fidelidad al patrón, por encima de todo sentimiento humano, Así que de nada le sirvió al pobre "bellotero" rogarle para que lo dejase en libertad, que sus hijos le esperaban hambriento en el pueblo.
        Con el saco medio lleno al hombro, fue conducido Ignacio al cuartel de la guardia civil. Estos lo recibieron con cierto regocijo. Tenían ganas de saciar su perversidad con alguna víctima, máxime si esta estaba fichada por sus actividades contra el régimen o por haber estado en "zona roja" combatiendo el fascismo, durante toda la guerra, como nuestro amigo Ignacio.
        El tratamiento que le aplicaron fue de lo más duro que imaginarse pueda, tanto de palabra como de hecho, cosa que es habitual en estos defensores del Estado Español.
        Las palizas, los golpes recibidos en las partes más sensibles del organismo, le han hecho vomitar sangre varias veces al desdichado obrero. No contentos ni satisfechos con tal criminal proceder, le hicieron, estando en estado de inconsciencia, firmar un tremendo atestado, para después pasarlo a la cárcel.
        Los burgueses, el párroco del pueblo, el jefe de la "Benemérita" y algunos falangistas y lacayos del régimen imperante, comentan con satisfacción la detención de este "insubordinado", así como la lección de escarmiento que ha recibido por parte de los sicarios civilones.
        Mientras tanto, las inocentes criaturas de Ignacio andan por las calles llenos de Harapos, de frío y de hambre. La mujer, con el más pequeño en los brazos, demacrada y digna, se esfuerza resignadamente, por recoger algo para ayudar al preso.
        He ahí una estampa de las muchas que diariamente pueden verse dentro del drama trágico que representa para los trabajadores honestos el vivir en la España católica y franquista.

  Espoir (Toulouse)- 1964


No hay comentarios:

Publicar un comentario